domingo, 26 de septiembre de 2010

EDMOND HAMILTON - Los reyes de las estrellas (1947)

En una reseña formal se comienza hablando del autor, ya sea de su personalidad, estilo, obra, influencia o entorno, e incluso se puede iniciar con alguna anécdota que reúna alguna de las características anteriores. Es la típica introducción que contextualiza la obra reseñada, y que permite tomar distancia con un simple e infantil resumen. A partir de ahí hay que desvelar todo, como la solidez de los personajes o la lógica de la trama; sí, es bueno contar todo, todo menos el final.

Por una vez, seamos formales. Edmond era el típico fan que ansiaba emular a alguno de sus admiradores escritores pulp, entre ellos a H. P. Lovecraft. Por eso, su primer relato fue uno de terror. Consiguió entrar en Starling Stories, una de las revistas de aquella época, para la que creó al Capitán Futuro, gracias al cual se forjó una reputación. A todo esto, el Japón imperial bombardeó Pearl Harbour, en 1942, y cambió la vida de los estadounidenses para siempre, también la de nuestro escritor.

En los primeros momentos de ardor patriótico y vengativo, Edmond se alistó en el ejército, dejando colgado de las estrellas al bueno del Capitán Futuro. Sin embargo, el examen médico consiguiente le declaró no apto para el servicio militar, lo que le libró de la masacre y nos ha permitido disfrutar de su obra. La culminación de su buena fortuna se produjo en 1946, cuando contrajo matrimonio con mi adorada Leigh Brackett. Un año después daría a la imprenta el libro que reseñamos, Los reyes de las estrellas.

El libro refleja el estilo de la space opera; esto es, una narración sin más pretensión que la diversión, ajena a las reglas científicas y a la lógica, repleta de acción, con seres y lugares imposibles que sostienen escenas que de otra manera serían inimaginables. Los reyes de las estrellas es un libro que encaja perfectamente entre los ejemplos de la buena literatura de evasión que, además, refleja la impresión que dejó en la gente la Segunda Guerra Mundial y el orden internacional que entonces surgió.

El protagonista de la novela, John Gordon, es un excombatiente de la Guerra del Pacífico, convertido en tiempos de paz en agente de seguros en Nueva York. Se aburre de día, pero de noche, en sus sueños, recibe un mensaje: una voz le llama. Un tal Zarth Arn, que procede del futuro, le propone intercambiar sus mentes durante quince días. Gordon acepta y se ve metido en el cuerpo, nada más y nada menos que del hijo de un emperador estelar.

Hamilton construye una galaxia cuya estructura política es muy similar a la que creó George Lucas luego para Star Wars. Nos encontramos con distintos reinos estelares que formalmente son democracias, pero que conservan los títulos nobiliarios y principescos para mantener unidos los Estados. Al tiempo, hay una gran potencia, el Imperio de la Galaxia Media, de donde es Zarth Ann, que desea la unificación de los reinos bajo los valores de la libertad. Y siguiendo esa bipolaridad que surgió desde la conferencia de noviembre de 1943 en Teherán –cuyo nombre es fonéticamente muy parecido a los que utilizaron tanto Hamilton como Lucas para designar planetas y ciudades-, nuestro escritor sitúa otra potencia, la Liga de los Mundos Sombríos, que también busca la unificación pero, claro, bajo la tiranía. Ahí tenemos a EEUU y a la URSS de forma clara.

La trama política no falta, como en Star Wars. Gordon se ve envuelto en un crimen de Estado, resultado de una conspiración para debilitar la alianza de los reinos estelares con el Imperio de la Galaxia Media, y de paso controlar a la opinión pública de dichos lugares. La traición y el amor, porque no falta la bella princesa en esta space opera, acompañan a las acciones bélicas que tienen como punto final la existencia de un arma definitiva, lo que fue un elemento corriente en la ciencia ficción de la época y que mostraba el impacto que causó el efecto devastador de la bomba atómica en las conciencias. Ese arma definitiva es “el disruptor”, capaz de acabar con la galaxia entera, y que recuerda a la Estrella de la Muerte.

El destino era el enfrentamiento final, tal y como se temía durante la Guerra Fría. Hamilton lo deja claro en Los reyes de las estrellas: “¡Guerra en la Galaxia! ¡La guerra que la Galaxia había temido, la terrible lucha a muerte entre el Imperio y la Nebulosa!”. Las escenas bélicas son buenas y traen muchos recuerdos peliculeros: “El espacio era un infierno de naves destruidas, de llamas que danzaban por entre las estrellas, mientras el Ethne (una nave) avanzaba hacia el frente de batalla. Los cañones disparaban contra las unidades de la Liga que iban emergiendo de la oscuridad para dar la batalla”.

Y todo esto le ocurre a un tipo corriente del siglo XX, metido en el cuerpo de un príncipe del futuro, que no puede decir a nadie quién es y que, además, desconoce lo más elemental de todo lo que le rodea. Por supuesto, el objetivo inicial de John Gordon es volver a su tiempo, cumpliendo antes con su deber. Ya, pero según avanza la aventura y las relaciones se estrechan y complican, ¿querrá volver?

Termino confesando que es un pedazo de novela, para pasarlo bien, pero que muy bien, olvidándonos por un rato de la lógica, la razón y la ciencia.

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