domingo, 12 de junio de 2011

WILSON TUCKER - Los amos del tiempo (1953 y 1971)

Cuando se lee la biografía de Tucker no se encuentra nada llamativo. Da la sensación de que fue un tipo que pasaba por allí. Era electricista y escribió algunas historias de ciencia ficción dignas de recordar, como la que hoy reseño, y otras que fueron premiadas, como El año del sol tranquilo (1970), que obtuvo el John W. Campwell Memorial en 1976. Además, se le atribuye la paternidad de la expresión “space opera” –gracias Bob- y se le reconoce como el fan prototípico; esto es, aquel que lee, sigue a sus autores, difunde sus obras, edita fanzines y, cómo no, escribe relatos. Hay quien define a Tucker como un autor menor. Es posible; pero escribió cuatro novelas que han sido traducidas a varios idiomas, reimpresas innumerables veces, y su obra es bastante entretenida. Para empezar, tiene los mejores diálogos que me he encontrado en mucho tiempo, tan ágiles y profundos que evitan las engorrosas descripciones de ambientes o personalidades.

Los amos del tiempo empieza con un accidente. Una nave se acerca a la Tierra, sufre un impacto, y en su atmósfera tiene que ser abandonada por los pocos supervivientes, que caen en lugares muy distantes unos de otros. La vida en el planeta es muy primitiva -8.000 años a. C.-, y su superioridad intelectual y científica les convierte en seres distintos. Pero, además, tienen otra ventaja: son inmortales -no son Los inmortales (Highlander, 1986)-. Esa condición se debe a que la naturaleza de su planeta les hizo longevos por su poca capacidad reproductiva. Toman un “agua”, peróxido de deuterio, que les mantiene la edad. Esta situación podría parecer idílica, pero su deseo no es permanecer entre los sumerios o los egipcios, sino volver a su planeta. Sin embargo, carecen los medios tecnológicos para hacerlo y deben esperar a que la Humanidad se desarrolle para que sea posible tener una nave con la volver a su planeta.

Ese interés tecnológico hará que esos supervivientes ayuden a los científicos humanos a lo largo de la Historia, pero que al llegar al siglo XX se conviertan en elementos sospechosos debido a la Guerra Fría. Por eso, la agencia de investigación y seguridad de una organización secreta de investigación atómica norteamericana –uf, qué complicado, pero es que eran los años 50- sigue los pasos de Gilbert Nash, nuestro protagonista, uno de aquellos supervivientes. Tucker nos deja ver a un tipo duro pero con encanto, un Humphrey Bogart, que vigila los progresos del Proyecto Manhattan, un proyecto para construir una nave interestelar.

La historia podía haber derivado hacia una simple aventura por tomar la nave y volver a su planeta, pero no. Tucker se adentra en el sentido de la vida. Nash ha visto nacer, crecer y morir a mucha gente, a gente a la que quería, del mismo modo que ha asistido al desarrollo de la civilización; tanto que Nash fue el mítico Gilgamesh, el rey sumerio que  tantas leyendas generó desde se encontraron unas tablillas en el siglo XIX contando su vida. El caso es que Nash ha asumido su existencia, por lo que ha decidido quedarse en la Tierra. No piensa lo mismo su antagonista, Carolyn, otra de las supervivientes. Esta mujer no duda en utilizar a la gente para sus propósitos, caracterizándose por su crueldad y engaños. Incluso llegó a trabajar para los nazis hasta que los alemanes derivaron su ciencia hacia la guerra y no al espacio.

La escena final no puede ser otra que el encuentro de Nash y Carolyn después de 8.000 años. Y así asistimos a una escena tórrida y violenta, propia del cine americano de los cincuenta y del pulp de esa época, con un desenlace sorprendente, a lo E. A. Poe. La novela es corta, está muy bien contada y entretiene. Por cierto, Tucker tenía la costumbre de poner a alguno de sus personajes el nombre de un escritor o editor conocido; en este caso es Ray Cummings

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