Los dos autores más citados en las
contraportadas de los libros de terror son Lovecraft y Stephen King. Los editores están
desesperados por conectar con unos lectores difíciles de convencer, por lo que
recurren a casi cualquier cosa para llamar la atención. Retuercen frases y
colocan citas para relacionar al escritor con los dos afamados autores del
género. Así, cuando leí en la sobrecubierta del libro de Stewart O’Nan que éste
era algo parecido al discípulo aventajado de Stephen King, pensé: “¿Otro?”. El editor
había puesto en negrita: “Si aún no has leído a Stewart O’Nan, ¡no sé a qué
estás esperando!” (Stephen King, Entertaiment Weekly). En fin. Además, en la
sinopsis trasera daba a entender que en la acción del libro había mordiscos -"mandíbulas de miedo y muerte"-; es
decir, que los muertos de Amistad, el pueblecito escenario de la obra, parecía que se
convertían en zombis. Claro, ¿cómo no aprovechar la moda zombi con una alusión
velada que no compromete? Aun así decidí comprarlo, y entendí perfectamente la
sinopsis: es un libro muy difícil de vender a no ser que conozcas al autor o
leas las primeras páginas. ¿Por qué? La razón es que no se trata de una
historia al uso, con su estructura formal, de presentación, nudo y desenlace.
No hay una construcción enrevesada de la trama, con resolución final sorprendente.
Pero que esto no confunda: el libro merece la pena. Veamos por qué.
En Una oración
por los que mueren, O’Nan narra el enfrentamiento de un hombre, Jacob,
enterrador, sheriff y párroco de Amistad, con la epidemia de la difteria, que
diezma a la población, y a un incendio que devora poco a poco el municipio.
Jacob combatió en la guerra civil norteamericana (1861-1865), por lo que fue
testigo de horribles catástrofes, lo que había repercutido en su personalidad y
visión del mundo. El estilo narrativo está marcado por la utilización de la
segunda persona, con frases cortas, diálogos breves pero intensos, y análisis psicológico
del protagonista. Es fácil quedarse atrapado en el relato, paseando con Jacob
por las calles de un pueblo que cae por la difteria, obligado a tomar
decisiones que de otro modo no se tomarían.
La paz del pueblo es rota por la aparición de un ex
soldado, muerto por una enfermedad desconocida, que acabará siendo la difteria.
El asunto es que no saben cómo se propaga y por qué caen enfermas determinadas
personas, y no otras. La solución es bien fácil. Es como aquello del libro de
Dan Brown, El código Da Vinci, en el
que el código secreto que nadie podía descifrar era simple y llanamente que
estaba escrito al revés. O’Nan, mejor escritor
y más inteligente que el millonario Brown, nos hace ver sin subterfugios o
falsos misterios lo evidente: el propagador es Jacob, el sheriff que recoge al
soldado. Esto le hace concebir un enorme sentimiento de culpa que tiene fácil
satisfacción: dejarse morir tras cumplir con su deber.
La novela está presentada como una obra de terror,
pero no sé si calificarla así de forma tan sencilla. O`Nan pone la lupa sobre
la tragedia humana individual dentro de una desgracia colectiva, lo que vendría
a ser lo mismo que ocurre con el género zómbico. En éste, las correrías y dentelladas
ya carecen de interés. Lo que hace realmente bueno un relato de zombis, y de
terror en general, es la descripción de la respuesta psicológica de los
personajes puestos en situaciones límite. Es lo que me llama la atención. El éxito
de The walking dead, la serie de TV, no está en la resurrección de los muertos,
sino en el entramado social y de lucha por la existencia. ¿Qué haríamos en una
circunstancia similar? Es un momento en el que sale lo mejor y lo peor de cada
uno. Eso es lo que le ocurre a Jacob, el protagonista de Una oración por los que mueren, la difícil toma de decisiones y la
salida de la verdadera personalidad. También hay momentos para escenas
de terror clásico, a lo Poe, Henry James o Robert Bloch, como cuando viste,
habla y le hace el amor a su mujer, muerta desde hacía días, poco después de que
lo hiciera el bebé de ambos. Es esa escena en la que ella permanece sentada en
el sillón, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo tapándole el rostro,
mientras la niña fallecida reposa entre sus brazos. Y leemos con estupor cómo Jacob
levanta su cara para descubrir las encías de su mujer aflorando ante el encogimiento
de los labios muertos.
Una oración por
los que mueren
se lee fácil, no deja indiferente, y enseguida muestra que no se tiene entre
las manos una obra más, sino un libro hecho por alguien que ama escribir.
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